Este blog es una invitación a observar desde otro punto de vista los ámbitos que trabajamos en la cotidianidad de nuestros equipos. Una invitación a "volver a lo básico", cuestionándonos cómo nos estamos haciendo cargo de transformar las conductas no productivas que a menudo nos rodean.

¿Han asistido a reuniones de trabajo en que se respira un aire de "armonía artificial", como si todo estuviese perfecto, tranquilo y consensuado? Sin embargo, si se indaga sólo un poco más profundo, se puede observar todo lo que se oculta, en pos de tal "armonía".

En nuestra sociedad occidental tenemos una tendencia a fragmentarnos a nosotros mismos y a quienes nos rodean, sean personas cercanas o no. Lo hacemos porque, en la medida que nos "encajonamos" en ciertas categorías, simplificamos y estandarizamos comportamientos, haciendo definitivamente más fácil la comprensión de conductas y actitudes, y lamentablemente, generalizando juicios y percepciones a la vez. 

Hemos llegado a creer que se puede separar la parte del todo, lo que funciona bien en laboratorios, pero en la vida real, la parte es siempre un elemento del todo. Una de estas fragmentaciones que he visto una y otra vez en organizaciones es la de validar a nuestro ser "personal" versus nuestro ser "profesional". No es de asombrarse, entonces, que las emociones en ámbitos laborales-profesionales no sean "bienvenidas", ya que ellas no caben en un comportamiento profesionalmente "adecuado". Se asocia, de alguna manera, la demostración de emociones con instancias en que se pierde el control de uno mismo. Es que en este mundo organizacional, las emociones están subvaloradas y, "consecuentemente", la racionalidad sobrevalorada.

Recuerdo que en una jornada de integración, una mujer que luego de una actividad en que se le invitó a conversar en duplas sobre su vida y sus emociones con otros compañeros de trabajo, terminada la dinámica nos contó emocionada que le asombraba haber tenido la capacidad de mostrarse por primera vez tal cuál era y haber tenido la percepción de que los otros habían hecho lo mismo con ella: confiar en la apertura y en el sentirse y mostrarse vulnerables. Ante la pregunta de qué le impedía haber hecho eso antes, la respuesta fue: "es que al marcar la tarjeta en la mañana, dejo mis emociones afuera de la oficina".  Mmm. ¿Se puede hacer tal cosa?

Las emociones no son biodegradables, no se apagan si no las dejamos salir. Son parte permanente de nuestras vidas, nos gusten o no. Sin embargo, la tendencia es que si nos incomodan de alguna manera, creemos que al ignorarlas con el tiempo desaparecerán, como si fuesen absorbidas mágicamente, como si tuviesen fecha de expiración. Cuando no las tenemos presentes y las tratamos de esconder, ellas buscan la manera de salir a flote, de subir a la superficie y hacerse latentes. "Cuando enterramos una emoción, la enterramos viva" y ello siempre tiene consecuencias.

Entonces, en el convivir organizacional donde no se considera "correcto" andar demostrando emociones (o donde las personas autónomamente evitan demostrarlas dado el contexto en que se trabaja o como medio de auto-protección), sucede que como de todos modos las emociones se van a sentir, hemos creado un serie de instancias que permiten "escapes emocionales". Nos desconectamos, distanciándonos de situaciones importantes, haciendo como si no nos interesara. No opinamos si tenemos la percepción de que nuestras opiniones crearán disgusto en otros. Nos vamos físicamente de lugares que nos hagan enfrentar desagrados, contestando llamadas ficticias a nuestros celulares e incluso nos "escondemos" detrás de sus pequeñas pantallas (ideal para la incomodidad de compartir ascensores con desconocidos). Buscamos salir lo más rápidamente de lo que nos incomoda, cerrar el tema con soluciones rápidas más que duraderas. No opinamos si percibimos que nuestros puntos de vista serán descalificados por absurdos. Intelectualizamos lo que estamos viviendo, buscando aportar una mirada "objetiva" e irrefutable. Tomamos el rol de "bufones sombríos" haciendo bromas y tirando chistes que aminoren lo delicado de la situación. O proponemos nuevos temas de modo de desviar la atención de aquellos que nos incomodan.

No es para nada complejo detectar estos comportamientos, sobre todo en reuniones de trabajo, ya que se percibe claramente el espacio de "armonía artificial" que flota en el aire, sabiendo que las verdaderas conversaciones, las sinceras, las profundas no se van a dar en esta reunión y que lo más probable es que se den en el pasillo, una vez terminada la misma.

En muchas ocasiones nos enfrentamos a deseos contradictorios. Por un lado deseamos ser sinceros y abiertos en decir lo que pensamos y sentimos, pero por otro lado, tenemos miedo de hacerlo, porque no sabemos cómo será la respuesta de nuestros compañeros de oficina, de nuestros pares y menos de nuestros jefes. Incluso teniendo cargos de jefaturas, nos podemos terminar preguntando, de igual modo, si debemos "develar" nuestros sentimientos frente a nuestra gente, a quienes dirigimos. Cuando se dan estas disyuntivas, escogemos ocultar nuestros sentimientos y si igual deseamos opinar, lo hacemos con argumentos lo más "racionales" posibles, dejando parte de nuestra humanidad al margen. 

Somos seres humanos indivisibles, por mucho que nos propongamos ilusamente fragmentarnos. Y en esa indivisibilidad, vivimos nuestro quehacer cotidiano irremediablemente con todas nuestras emociones allí vivas y ansiosas de legítimamente develarse. 

Adolfo Valderrama Porter

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